El plátano fue -junto a la naranja- una de las frutas básicas en nuestras casas, mucho antes que los alemanes supieran de su existencia. Los cubanos no hubiéramos tumbado un muro por morder su erguida consistencia, pero a él le debemos que nuestra alimentación en los años noventa no haya sido más frugal. El “fufú” hecho con las variedades llamadas “macho” o “burro” fue, durante semanas, el único alimento para mi cuerpo adolescente. Como beneficiaria de sus virtudes, desearía erigirle un monumento, aunque para ello deba importar un ejemplar desde Costa Rica y usarlo como modelo para la merecida estatua.
No veo un plátano desde septiembre del año pasado, cuando los huracanes arrasaron con las plantaciones. Me niego a creer que, después de haber resistido los desastrosos planes agrícolas y los desafortunados cruces genéticos, vayamos a perderlo ahora. Esta fruta, que logró superar los experimentos del Gran Agricultor en Jefe, no puede venir a perecer a manos de un par de ciclones. Tengo el temor de que estemos -como los berlineses de 1989- a punto de correr de ansiedad tras el sabor del plátano.
Por Yoani Sanchez, Generación Y
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