Hacía más de 15 años que no visitaba Ushuaia. La conocí por primera vez allá por el año 1976, niño aún, y me pareció algo maravilloso. Una pequeña comunidad, instalada al lado de un mar calmo, rodeada de montañas y bosques por doquier.
Una aldea que tenía como principal atracción la vieja cárcel y donde sobresalía la iglesia. Muy pocos locales y escasos habitantes. Un paraíso perdido en el sur argentino.
Por razones laborales comencé a frencuentarla y lentamente vi sus progresos. Pero, lo que me encontré ahora, supera mi imaginación. Dejó de ser un pueblito para transformarse en una ciudad con mucho movimiento. El nuevo aeropuerto, que comenzó a funcionar hace unos 12 años y que permitió el ingreso de aviones grandes, le dio otra vida. La visita de los grandes buques de pasajeros también.
La ciudad parece desordenada en su construcción. No hay un estilo definido, aunque tal vez la palabra cambalache refleje la mezcla de arquitecturas. La ciudad se extendió hacia arriba y al sur. Lugares que eran impensados hace años atrás. Casi todo tiene asfalto. Una ruta 3 nueva se extiende por encima de todo. Nuevos hoteles y hosterías; cabañas de todo tipo y alojamientos para todos los gustos, son las ofertas que tienen los miles de turistas que copan el lugar.
Un recorrido rápido por lo que recordaba era el centro, me hizo revivir y añorar la vieja Ushuaia. ¡Hasta el cementerio, que marcaba el límite sur de la ciudad, hoy quedó en el down town. Algunos negocios tradicionales aún persisten, como también se mantienen en pie viejas construcciones de chapas, las primeras que poblaron el lugar.
Si no conoce, vaya. Todavía es un lujo caminar por la montaña y sus bosques, navegar los canales y disfrutar del cielo patagónico, sobre todo de noche. Visitar la cárcel y el Museo del Fin del Mundo serán experiencias inolvidables.
Sin embargo, en mi interior, sigo atesorando la aldea con poco asfalto, sin semáforos y el grupo de gente que se conocía entre sí. Le aseguro que muchos de ellos, estuvieron presentes en mi recuerdo.