Los empresarios deben trabajar con precios que les
permitan cubrir todos los costos, más una ganancia razonable. Esa es la
idea del todopoderoso viceministro de Economía, Axel Kicillof. Y es una
buena idea si se trata de monopolios naturales, como la distribución de
energía eléctrica. No es posible económicamente, por ahora, poner a dos
empresas para que el cliente domiciliario elija a quién le compra según
la tarifa que le ofrecen.
El argumento de los que piensan como Kicillof es que no se pueden dejar las cosas libradas al mercado, que tiene que intervenir el Estado. No han entendido que sin Estado no hay mercado. Pero las regulaciones deben asegurar la competencia, no decirles a los actores todo lo que deben hacer y cómo deben hacerlo. Si así fuera, no habría innovación. ¿Para qué? Si el Estado garantiza ganancias "razonables" aún cuando se siga haciendo lo mismo indefinidamente.
No hay que salir del país para encontrar ejemplos. Con esquemas como el de Kicillof, el Ford Falcon, que apareció en los Estados Unidos en 1960, duró aquí hasta 1992. Un poco menos longevo fue el Peugeot 504, que se fabricó y vendió hasta 1999, cuando había llegado al público por primera vez en 1968 y en Francia se dejó de producir en 1983.
En el fútbol no hay juego si no hay reglas y un árbitro que las aplique y haga cumplir. Pero el árbitro no les dice a los jugadores cómo jugar, ni cuánto deben ganar o si deben empatar o perder. Al menos en las ligas donde no hay "bombeadas", en los términos que utiliza la presidenta Cristina Kirchner. El árbitro, el Estado, en la economía debe garantizar también que no haya acuerdos para no competir. El básquet es un buen ejemplo. No se puede tener la pelota indefinidamente sin tirar al aro. En el handball se sanciona el "juego pasivo".
Esas reglas son en beneficio del espectáculo, es decir, del público, de los consumidores. ¿Qué se asegura o se intenta asegurar? Que compitan y que el espectáculo sea lo mejor posible.
Kicillof quiere también defender al público. Pero, en la analogía con el fútbol, le dice a Messi cómo debe patear y al arquero contrario cómo debe atajar, no sea cosa que haya muchas diferencias y alguien gane lo que no sea "razonable". En la mente de Kicillof, trasladada al fútbol, Messi hace demasiados goles, gana demasiadas copas. Es "un hegemónico". No se puede permitir. Y no es que no haya reglas así, que intenten buscar que no gane siempre el mismo. La forma en que se construye el ranking de tenis hace que llegar al número uno sea más fácil que mantenerse. No es bueno para el público, los consumidores, que el resultado sea previsible y gane siempre el mismo. Como le pasó a la Fórmula 1 cuando Ferrari y Schumacher ganaron casi todas las carreras durante cinco temporadas seguidas. Las reglas han cambiado, tratando de evitar esas diferencias. Pero, al contrario de lo que busca Kicillof, la competencia es más intensa que nunca. Y el público, los consumidores, son los beneficiados.
En el tenis, cuando el cambio de las superficies y las raquetas hizo todo más fácil para los "sacadores" y los peloteos duraban nada, se les redujo la presión a las pelotitas, en dos oportunidades. La idea era mantener satisfechos a los consumidores, los espectadores y hacer crecer su número de manera sustentable.
Si la idea es defender el crecimiento sustentable y los derechos de los consumidores, no está mal lo que quiere hacer Kicillof. El problema es que los métodos son equivocados. Minan la inversión y la producción y terminan perjudicando a los que quiere defender.
Si Apple sorprendió a la competencia con sus teléfonos y tabletas fue por la existencia de un mercado competitivo. Porque invirtió y desarrolló y apostó. Y ganó todo lo que el mercado le permitió, no lo que un funcionario le autorizó. Los competidores de Apple que vieron cómo perdían porciones de mercado y algunos hasta cómo empezaban a tener pérdidas en sus balances, debieron conseguir dinero para invertir y desarrollar para ofrecer como mínimo productos igual de buenos, pero más baratos. Si no, quebraban. ¿Quién se beneficia? El usuario, el cliente, el público.
En el esquema argentino, la manera de defenderse de una innovación habría sido salir corriendo a pedirle a Kicillof protecciones, cuotas de mercado y ganancias "razonables" para seguir haciendo lo que el público ha dejado de querer y cobrándole lo que ya no quiere pagar.
Pero, además, el esquema es general y no sólo para los empresarios. La propia Presidenta se enorgullece de que haya paritarias, pero les dice a los sindicalistas cuál es el aumento máximo que pueden obtener. La prueba de que esto es ya una realidad en la Argentina de Kicillof es sencilla de obtener: si se la consigue, la Ipad, gracias a impuestos, barreras y cuotas, es la más cara del mundo.
Es curioso, además, porque cuando el viceministro aplica su esquema a monopolios naturales, como la distribución eléctrica, las deja al borde de la quiebra. El Estado acumula deudas y luego se las paga entegándoles una planta de generación o diciéndoles que tienen que afectar los pagos a un aumento de salarios. Como se ve, la idea de "razonable" no es una medida económicamente razonable.
El energético es el mercado más intervenido desde inicios del kirchnerismo y los resultados son los que se previeron. Caída de la inversión, producción declinante, crecientes importaciones. La respuesta del Gobierno es regular cada vez más. Es un esquema que, además, facilita e incentiva la corrupción. Si el destino de la empresa está en manos de un funcionario, ¿no pedirá éste algo a cambio? ¿Y los empresarios se negarán?
¿No es eso lo que ha pasado en el área de transporte durante casi una década con resultados ruinosos, que incluyen tragedias, servicios horribles y funcionarios súbitamente ricos?
La solución parece ser, según Kicillof extender el mecanismo a toda la economía.
Jorge Oviedo
La Nación
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