Aquellos que abrazaron los asesinatos y atentados como metodología para imponer sus ideas durante un gobierno democrático, se pasean entre nosotros dándonos clase de Derechos Humanos, acusando y señalando con sus dedos manchados de sangre -agrupados bajo el paragüas de "Jóvenes idealistas"- a cualquiera que haya vestido uniforme, independientemente de su responsabilidad. Abundan los testigos truchos, que por unos cuantos pesos son capaces de jurar que, hasta su mascota de cuatro patas, sufrió un secuestro y tortura.
Que quede claro. Hay que juzgar a los verdaderos responsables, no a las Instituciones.
Esa ola, a la cual hoy se montan todos aquellos que se dicen progresistas y defensores de los Derechos Humanos, tarde o temprano terminará mansa sobre la playa. Porque no se puede sostener con la realidad histórica. Eso si que es un hecho.
Los políticos en general sucumben a lo que ellos consideran la corriente de votos. No importa si hoy van para la izquierda y mañana para la derecha. Lo importante es aparecer simpático a una determinada línea de opinión, aunque en el fondo sepan que están matando a la verdad.
Este tema está muy bien desarrollado en la editorial de La Nación de hoy. Es para ponerle un marco y colgarlo en su escritorio, aunque alguno lo acusará, seguramente, de apoyar el golpe del ´76 y a sus protagonistas.
Aquí va:
Como parte de una estrategia de largo aliento y con múltiples apoyaturas, diversos grupos que se dicen progresistas han convertido a la noble idea originaria de los derechos humanos en un factor de presión y, a veces, hasta de extorsión cultural. Los derechos humanos corren el riesgo de pasar a convertirse en una mercancía cuya utilización se sujeta a la agenda de poder.
Algunos de quienes usufructúan esta distorsionada aplicación del concepto han desarrollado, con el correr del tiempo, una suerte de manía posesiva respecto de él. Se sienten dueños excluyentes frente al resto de la sociedad de la defensa de los derechos humanos y descartan que nadie los utilice para causas que no son las de ellos. Es así como, cuando alguien los contradice en sus afirmaciones, es acusado de golpista, destituyente o represor.
Así se entiende que la señora Hebe de Bonafini, que ha reivindicado la acción de grupos terroristas y que no ha tenido empacho en justificar los crímenes de la ETA y los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York, sea considerada por varias organizaciones de derechos humanos de nuestro país una representante fiel de sus ideales.
La pretensión del monopolio semántico sobre una idea abstracta encubre un inaceptable y peligroso grado de cinismo.
Al influjo irresistible del prestigio de los derechos humanos, incrementado en las últimas décadas, grupos autodenominados progresistas ha reformulado su pureza originaria y los han ideologizado hasta convalidar otro prejuicio: el de que un gobierno, un funcionario o un intelectual son valiosos y respetables sólo en la medida de su adhesión invariable, automática y con frecuencia servil a la causa agresiva y sectaria de esos derechos humanos que sólo miran la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.
La Argentina quedó atrapada en esta alineación de influencias y en esta compleja cadena histórica de desvirtuamiento y tergiversación de esos derechos que corresponden a todos. Padecemos en nuestro país, quizás, el ejemplo más brutal de esta visión sesgada de la que hablamos, de este modo de trocar la originaria idea de unos derechos inalienables e irrenunciables que no dependen de la aquiescencia del soberano, en un instrumento propio de combate y propaganda. Debería saltar a la vista el hecho de que, por ejemplo, si es válido matar para defender los derechos humanos y aún para imponerlos, entonces los derechos humanos estarían por sobre el principio de esa vida que dicen respetar.
En la historia política reciente de la Argentina, han sido erigidos en héroes, censores y protectores de los derechos humanos individuos que, en su momento, no vacilaron en abrazar la lucha como miembros de las organizaciones armadas terroristas de los años setenta y que llamaban, entonces, a "la guerra revolucionaria popular prolongada", según la fórmula en boga. Interesa poco dirimir aquí qué razones tuvieron para hacerlo. Pues si para decidirse a matar -esto es, decidirse a suprimir el derecho del otro a la vida- bastan ciertas razones que a quien lo hace le parezcan válidas, entonces dichas razones pueden ser creídas e invocadas simétricamente por su adversario. Y en tal caso, ¿por qué uno ha de convertirme luego en juez del otro?
Nuestra sociedad tiene mucho camino por delante para encontrar los equilibrios que la lleven a recuperar el respeto por ciertos valores de los que nunca debió haberse apartado. Los derechos humanos, que incluyen las garantías y libertades individuales pero no se agotan en ellos, son un capítulo pendiente en la búsqueda del equilibrio en que debe basarse el bien común.
Nuestra clase política e intelectual tienen la enorme e inexcusable responsabilidad de marcar los rumbos y de corregir desviaciones como las que han movido a estas reflexiones. Sólo así será posible retomar la senda del verdadero progreso en un marco de reconciliación e intensa colaboración social.
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