En Georgetown, Cristina Kirchner estaba exultante.
Una conferencia en un foro universitario de primer nivel, si el orador
es presidente de la república, ofrece todo sin exigir demasiado.
Estados Unidos es, en sus instituciones universitarias, un país respetuoso de las jerarquías. Si se recibe a un presidente, se lo aplaude. Cristina no sabe todo esto, o lo olvida o su canciller no supo explicárselo. Creyó que la distinción recaía sobre su magnética persona, sobre sus gestos y modismos, sobre sus complicidades con un estudiante y sus maternales lecciones a algún otro.
Las cosas fueron diferentes en Harvard, que es una esquina donde giran todos los vientos del mundo. El jueves, cuando Cristina Kirchner habló aquí, antes dio una conferencia la premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi ,de Myanmar, una luchadora de los derechos de su pueblo, que padeció décadas de persecución. El viernes fue tapa del periódico de la universidad.
De todas maneras, se preveía la sala llena que tuvo Fernández de Kirchner. Días antes era necesario anotarse en una lista de aspirantes a conseguir entrada, que fueron sorteadas. La recepción a Cristina Kirchner responde a un modelo universitario norteamericano. Alguien debería avisarle que lo que se hace y se dice en la presentación y el cierre sigue un patrón establecido. Los medios académicos norteamericanos, sobre todo los de elite, como Harvard, no cultivan el estilo plebeyo ni la desprolijidad ceremonial. Lo que sucede viene repitiéndose así desde hace décadas. Muy poco es dedicado especialmente al orador. Casi todo proviene de la costumbre.
No sé si alguien puede decirle a Cristina Kirchner que sus conferencias acá son parte de la rutina cotidiana: una universidad de primera línea que ofrece a sus estudiantes y profesores la posibilidad de realizar una experiencia. Pasa todos los días, el año entero. Hay algo que la presidenta argentina no termina de entender: algunas distinciones y algunos honores no responden a sus méritos, sino a las prerrogativas de su cargo. Si Menem hubiera querido dar una conferencia en Harvard, también lo habrían escuchado. No se rechaza ese pedido de un presidente. Por supuesto, Menem prefería otros escenarios.
La excepción de Harvard fue un grupo de estudiantes que hicieron preguntas que la Presidenta no está acostumbrada a permitir en la Argentina. A la salida, el joven sanjuanino que más incomodó a Cristina Kirchner estaba aterrorizado por su propia audacia. No formaba parte de ninguna conspiración antikirchnerista. Caminaba solo, en la noche, y parecía tener miedo. La idea de una conspiración, la alocada hipótesis de que había periodistas argentinos sugiriendo preguntas a los estudiantes proviene del desconocimiento del ámbito en que la Presidenta hizo su intervención.
Cristina Kirchner fue aplaudida, pero también fue silbada por una parte del auditorio. Creo que habría podido decir lo mismo que dijo y no la hubieran silbado. Pero no supo moderar su estilo. La condescendencia, el sarcasmo, el falso acercamiento y el trato paternalista no caen bien en la cultura ceremonial universitaria norteamericana.
Nadie gana nada mostrando superioridad ante un interlocutor que está evidentemente en una situación desigual. Los murmullos subieron de tono cuando la Presidenta le dijo a un nervioso estudiante venezolano: "Te vi leer la pregunta, seguramente no tenés memoria de lo que querés decir". No se bardea así a un estudiante en ninguna parte, pero acá la frase de la presidenta argentina suena con una prepotencia y una superioridad insólitas. Los argentinos estamos más preparados a esas humillaciones. Y, por eso, la Presidenta, ya enojada, perdió noción del lugar que estaba ocupando.
Cristina Kirchner tenía muchas armas para ganar a su auditorio, que, en mi opinión, estaba enteramente dispuesto a escucharla. Su posición contra los monopolios comunicacionales sintoniza perfectamente en un país donde los diarios no pueden ser dueños de radios o emisoras de televisión.
La explicación que dio fue clarísima. Y, sin embargo, la desperdició, precisamente porque no percibió que allí estaba la fuerza de su argumento y no en la abstrusa disquisición sobre los plazos de la ley de medios o la acusación de espionaje a periodistas. Estas cosas les suceden a los que no están habituados a escuchar.
Que haya dejado pasar ese momento que estaba a su favor indica, una vez más por si era necesario, que la Presidenta sólo se siente a gusto en situaciones donde nada pueda salirse de control. Las preguntas de los estudiantes la alteraron. No entendió lo que estaba sucediendo. Por eso se equivocó. En Harvard, la Presidenta dijo que hablaba con millones de argentinos: las inauguraciones, los actos, las teleconferencias y las cadenas nacionales son su idea del diálogo. Ningún presidente puede hablar con millones de compatriotas. Pero podría hablar un poco más con aquellos sindicalistas a los que les hizo la cruz, con los dirigentes de la oposición, con los representantes de organizaciones que tienen reclamos incumplidos. Podría hablar de inflación o del dólar, para que el tema no le parezca una salida de tono cuando alguien la interroga en una universidad extranjera.
Está tan poco entrenada para hablar con quienes difieren que se propasó con un puñado de estudiantes de Harvard, a quienes les recordó, con una ironía barata y ambigua, que las preguntas no eran dignas de esa universidad, sino de La Matanza. Intriga saber lo que la Presidenta piensa, entonces, de la Universidad de La Matanza y si allí respondería a las preguntas que gambeteó en Harvard.
Beatriz Sarlo, La Nación