"Alguien inventó una supuesta teoría según la cual hubo
en el país una violencia asesina y nefasta y otra revolucionaria y digna
de todo respeto. Las dos violencias -la revolucionaria y la represora-
son parte de un pasado sobre el que se fue imponiendo una mezcla de
amnesia y de dolor que, a partir de una justa condena, termina en una
absurda reivindicación.
Estas cosas son parte, además, de un discurso del que
somos rehenes, donde casi el único espacio legítimo está dado por el
hecho de haber participado en la violencia revolucionaria de los años 70
(o, en su defecto, por aplaudir a los que lo hicieron). Allí el número
de los desaparecidos no puede pronunciarse en vano, como si el mito
fuera tan sólo una exageración de la verdad. La justa crítica a la
demencia represora se revierte en adulación a la supuesta víctima, que
termina siendo un héroe trágico sin culpa alguna que lavar.
Estoy inmerso en este debate debido al papel que me tocó
jugar en esa época y al absurdo de que terminen siendo ellos, los
revolucionarios, los herederos de un peronismo al que desprecian. Jamás
participé ni me relacioné siquiera con los represores, no eran mi mundo
ni dejaron nunca de ser mis enemigos. Pero la violencia surgió en mi
grupo y se desarrolló en mi espacio: me casé en el 68, y más de la mitad
de mis invitados fueron víctimas de esa represión. Ayudaban en misa
Norberto Habegger y Horacio Mendizábal, quienes junto con Oscar De
Gregorio me regalaron parte de mi luna de miel. Esos tres amigos fueron
centrales en la violencia y caminan buena parte del libro Recuerdos de la muerte
, de Miguel Bonasso. Una foto de nosotros cuatro cenando con la madre
del sacerdote Camilo Torres me recuerda los prolegómenos de aquellas
guerras.
Todo se inició con el golpe de Onganía y La noche de los
bastones largos: destruir la Universidad implicó impulsar a la juventud
hacia la violencia, que pronto se transformó en una práctica de la que
me negué a participar. La discusión fue ardua y se fue volviendo
agresiva. Sostuve siempre que no se trataba de una cuestión de valentía,
sino tan sólo de enfrentar al sistema en su lugar de mayor fortaleza.
Quedamos amigos, pero separados. Con dos de ellos me
seguí viendo siempre, aun en sus peores momentos, hasta en el Mundial de
fútbol del 78, cuando ya casi nadie aceptaba el riesgo de
frecuentarlos. El tiempo resolvió aquella disputa entre violencia y
democracia. La resolvió sin dejar dudas, y no se necesita negar el
resultado para salvar la dignidad y el heroísmo de sus víctimas.
Fuimos muchos los que enfrentamos aquella práctica
violenta, y teníamos razón. Lo importante no es que nos lo reconozcan
como personas. Lo imprescindible es que aquello, que tuvo mucho de
demencia, no termine ocupando, en el relato que hereden nuestros hijos,
el lugar de la sublime rebeldía.
Nadie deja de respetar la dignidad y valentía sin límites
de las madres y abuelas de los desaparecidos. Pero debemos tener
cuidado, porque no es en el amor de los deudos donde explican y
encuentran razón las propuestas de sus hijos. Si los jefes responsables
de aquella demencia están vivos y no tienen nada que aportar es debido a
la pobreza ideológica de aquella causa.
Son decenas los sucesos que viví en aquellos tiempos.
Tantos, como silencios guardo de dolores y fracasos, errores y también
traiciones. En el exilio o en el retorno, muchos valientes en la guerra
no estuvieron presentes cuando había que ayudar al amigo necesitado o
herido, sobreviviente de la contienda. Fui casualmente el diputado
electo que más tiempo compartió con los presos en Trelew, ni siquiera
pude asumir y jurar con mis compañeros al estar ocupado en los viajes de
traslado de esos detenidos a esta Capital. Participé en el velatorio
clandestino de Fernández Palmeiro, herido de muerte por el custodio de
Hermes Quijada. Somos muchos los que no acompañamos la violencia,
mientras nos mantuvimos amigos y solidarios con esa entrega en la que no
encontrábamos coincidencia ideológica. Por eso defiendo la posición del
general Perón cuando enfrentó la violencia con la lucidez que nos
hubiera ayudado a evitar esa confrontación; no por el sólo hecho de
mantenerme fiel a aquel oficialismo, sino por el daño enorme que implica
reivindicar ahora el error que nos llevó a tanto dolor.
La condena a la violencia, el abrazo y encuentro con
Ricardo Balbín y la convocatoria a la unidad nacional son ya patrimonio
indiscutible de nuestra sociedad. Nada hay más retrógrado que negar la
validez de ese aporte.
El encuentro casual entre el pragmatismo de la presidenta
Cristina Kirchner y los sobrevivientes de aquella gesta no es un
detalle político: implica una peligrosa reivindicación de los errores
del pasado con el solo propósito de encontrar culpables en los casuales
enemigos del presente.
La violencia pudo haber encontrado justificación durante
la dictadura, pero fue un grave error su ejercicio en democracia. Los
vericuetos de la historia hicieron que el verdugo, con sus uniformados y
sus mandantes, perdiera su derecho a existir por la atrocidad de la
represión que ejerció. Pero no es allí donde la violencia encuentra su
justificación, ni remotamente ésa la consecuencia buscada.
Jamás olvidaré las palabras de aquel guerrillero que, en
plena dictadura, me dijo en charla mesurada: "Se necesita mucha sangre
para que se acorten los tiempos". Era mi amigo del alma y estaba
comprometido con sus palabras. Errores que se pagaron con demasiadas
vidas, donde muchos eligieron el riesgo de la muerte, al asumir el
camino equivocado.
Nunca fui parte de la violencia como miembro asumido de
esa causa, pero de los amigos presentes en mi casamiento religioso, más
de la mitad perdió la vida por ella. Compartí demasiadas etapas sin ser
otra cosa que un simple amigo de aquellos con los que no coincidía,
desde mi exilio hasta mi secuestro; todo fue simple consecuencia de esa
amistad. Los militares asesinos pensaban que quien no estaba con ellos
coincidía con sus enemigos, y algunos revolucionarios intentaron opinar
algo parecido.
Cada tanto me vuelvo a encontrar con algunos de los más
duros de aquellos tiempos y pasamos horas rodeados de recuerdos, de
momentos sublimes y también de agachadas, siempre con tantos ausentes,
como si tuviéramos más de 100 años. Pero seguimos enamorados del debate,
aunque ninguno hace la autocrítica. Eso sí, supimos crear entre unos y
otros un ejemplo de mundo solidario. No habremos llegado al socialismo,
pero al menos intentamos ser dignos de ocupar el espacio de buenas
personas. Son heroicos los que entregaron sus vidas por la noble causa
de recuperar la justicia para los que menos tienen, pero con la misma
vehemencia hay que decir que estamos obligados a cuestionar el error
aquellos que, de una u otra manera, pudimos sobrevivir a esa demencia.
Son demasiados los que participaron del sacrificio y se mantienen en
silencio con la conciencia de haber sido leales a sí mismos.
Recuerdo la noche en que el maravilloso Tuly brindaba en
la mayor pobreza por sus 40 años. Levantó la copa y dijo: "Este es mi
segundo exilio y yo nunca fui gobierno". Detrás de tanta hojarasca hay
miles de militantes dignos que transitan la madurez en silencio.
Respetar a los desaparecidos es tan importante como insistir en el error
de sus ideas. A los héroes los define la entrega; a la política, el
acierto. Y la historia sólo vale cuando se somete al rigor de la verdad.
Ellos soñaron y lucharon por un mundo mejor, cumplieron
dignamente la obligación de toda juventud. Ahora es el tiempo del
consejo sabio a los hijos. Aclarémosles a ellos que la entrega fue un
regalo de la vida y la violencia, un terrible error de juventud."
Julio Bárbaro en La Nación de hoy
2 comentarios:
Siempre me interesó Barbaro, aunque algunas veces olvida puntos importantes. En este caso a mi criterio, también debería remarcar que antes de las Juntas, el terrorismo actuó contra la democracia. Y eso no habría que perdonarlo jamás.
Sobre todo ahora que pretenden traer a algunos fugados para unirse al gobierno nacional.
Un abrazo.
La Historia Oficial comienza el 24 de marzo de 1976. Lo que sucedió antes de esa fecha, no existió, no existe ni existirá.
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